El día de Eva comienza temprano, mucho más que el de Adán. Antes de que salga el sol y el sotobosque se inunde de luz, despertará a sus hijos y los conducirá a la espesura para revisar las trampas que preparó la noche anterior. Mientras los niños trepan a los árboles para recolectar frutas y nueces y cualquier huevo de ave que puedan encontrar en nidos abandonados, Eva recogerá las presas que haya atrapado tras darles el golpe de gracia. Después, la familia se meterá hasta las rodillas en un río cercano en busca de cangrejos y moluscos y cualquier otra cosa comestible que puedan encontrar en el agua. Puede que tengan suerte y den con un animal muerto, con el cadáver en estado de descomposición y devorado en parte por las aves de rapiña. No importa. Recogerán sus huesos, los romperán y extraerán el tuétano para llevarlo al campamento.
De esta manera, Eva y sus hijos proporcionan la mayor parte de la comida de la familia. Adán puede tardar una semana en atrapar un bisonte, mientras que ella consigue llevar a casa la misma cantidad de alimentos cada pocos días. Al fin y al cabo, un kilo de nueces contiene las mismas grasas y proteínas que uno de carne, y las nueces no se defienden. Nuestros antepasados paleolíticos eran sobre todo cazadores, pero lo que mantenía con vida era recolectara comida, y ese era principalmente el cometido de mujeres y niños.
Ahora imaginemos que cuando Eva, fatigada, emprende con sus hijos el regreso al campamento en la oscuridad de la madrugada, de repente ve por el rabillo del ojo una cara que la observa entre los árboles. Se detiene. Tensa la musculatura. Sus vasos sanguíneos se estrechan. Se acelera su ritmo cardíaco. La adrenalina inunda su cuerpo. Está lista para atacar o huir.
Juego vuelve a mirar y se da cuenta de que lo que creía que era una cara es en realidad un nudo en el tronco de un árbol. Relaja la musculatura. Su ritmo cardíaco se normaliza. Exhala un suspiro y continúa el trayecto por el bosque.
Los expertos en teoría cognitiva tienen un término que define lo que acaba de experimentar Eva. Lo llaman su dispositivo hipersensible de detección de agentes o HADD, por sus siglas en inglés.
Es un proceso biológico que surgió en nuestro pasado evolutivo más remoto y que se remontaría a la época en que los homínidos aún andaban encorvados y estaban cubiertos de vello.
El HADD nos permite detectar el agente humano, y por consiguiente toda causa humana, que haya detrás de cualquier fenómeno inexplicado: un sonido distante en el bosque, un destello de luz en el cielo, un jirón de niebla que se desliza por el suelo. El HADD explica por qué creemos que todos los ruidos que oímos de noche los hace otro ser humano.
Nuestra predisposición innata a atribuir a la intervención humana los fenómenos naturales puede tener claras ventajas evolutivas. ¿Y si lo que Eva vio no hubiera sido un árbol? ¿Qué habría pasado de haber sido un oso? ¿No es mejor pecar de precavido? No nos hace ningún daño que tomemos un árbol por un depredador, pero sí nos lo haría tomar un depredador por un árbol. Más vale equivocarse que ser devorado.
El HADD favorece la supervivencia de Eva.
Para un grupo de científicos cognitivos que estudian la religión, lo que Eva experimentó en la penumbra del bosque es algo más que una reacción involuntaria a una posible amenaza: es la base de nuestra creencia en Dios, el verdadero origen evolutivo del impulso religioso.
La ciencia cognitiva de la religión comienza con una premisa simple: la religión es ante todo un fenómeno neurológico, depende en última instancia de reacciones electroquímicas complejas en el cerebro. Pero conocer el mecanismo neuronal que lo activa no menoscaba la legitimidad de la creencia religiosa.


No hay comentarios:
Publicar un comentario